¿Qué es la santidad?


La santidad no es privilegio de unos, sino obligación de todos

Con ocasión de la beatificación y pedido multitudinario de canonización inmediata de Juan Pablo II en la ceremonia, quise renovar esta pregunta: ¿qué es la santidad? Parece que aunque lo pensemos muchas veces, es muy fácil volver a caer en una idea errónea, o al menos, deformada de lo que implica ser santos. Me refiero a que es común derivar en una idea de que los santos son otros, nunca nosotros. Éste puede ser un paso muy peligroso hacia la tibieza, esa actitud en la que despreocupadamente, y casi sin darnos cuenta caemos mientras nos justificamos ante nuestra indiferencia y paulatina tolerancia al pecado, es decir al mal, tanto en la sociedad, como en casa, como dentro de nuestro propio interior. Este estado nos inmoviliza y nos va enfermando tanto moral como religiosamente. Descuidamos y menospreciamos nuestra vida espiritual y sacramental, subestimando el valor de la participación en la misa, de la oración diaria, de las buenas obras, cosa tan grave como llegar a “cumplir” cada una de un modo automático, sin vivirlo realmente desde el corazón.

Cuando rezamos el credo decimos “creo en la comunión de los Santos”, pero ¿qué entendemos por ello? Es interesante y renovador el análisis que la teóloga Elizabeth A. Johnson realiza en su obra Amigos de Dios y Profetas. Asevera que la comunión de los santos abarca o comprende a todas las personas que viven de la verdad y del amor, todos los cristianos y todas las personas de buena voluntad, afirmando que la palabra “todos” debe ser subrayada[1]:

“Con demasiada frecuencia, la teología ha limitado este significado; como primera providencia eliminó a todos los no bautizados y, después, a muchos de los mismos bautizados. Más de un teólogo comienza la discusión de este asunto reconociendo que, aunque es cierto que el Nuevo Testamento se refiere a todos los miembros de la comunidad cristiana como santos, esta caracterización debe ser puesta al margen para poder centrarse en la consideración de determinadas figuras paradigmáticas que, de este modo, se convierten en la práctica, cuando no en la teoría, en los verdaderos santos”[2].

En los primeros siglos cristianos, el símbolo de la comunión de los santos tenía un sentido plenamente inclusivo. Debemos retomarlo. Para esto es necesario recordar y recuperar el sentido de la santidad de la gente corriente. Juan Pablo II pudo ser santo tanto como nosotros podemos y tenemos la responsabilidad de serlo. Lo primero que nos interpela a ello es nuestra fe. Cuando decimos que somos cristianos, significa que creemos fehacientemente que Jesús es el hijo de Dios que vino al mundo y nos salvó del pecado. Pero decir esto está muy lejos de creer que la salvación nos llega como una solución mágica y por la que nosotros no tenemos ninguna responsabilidad. Al hacerse hombre para salvarnos, Dios nos compromete en la liberación. Somos parte de ella.

El principal rasgo de beatitud o santidad en Juan Pablo II, no fueron sus grandes proezas como Papa, sino su fe profunda y su búsqueda constante de Dios.

Ser coherentes en la vida diaria con la fe que hemos recibido, empezando por nuestra casa, es el mejor modo de responder a Dios. Pero debe ser algo que vaya más allá de un pensamiento o idea, debe hacerse concreto en cada una de nuestras actitudes, transformando nuestros corazones. Recibiendo la esperanza de la memoria de todos aquellos que ya se encuentran en Dios, pero no como ejemplos inalcanzables, sino como motores que impulsan nuestra vida, dándonos la confianza de que es posible:

“La individualización vivida a nivel de las relaciones personales y sociales con algunos ‘vivos en Dios’ no contradice la creencia tradicional en la Iglesia triunfante como cuerpo, o sea, en aquellos que, triunfando de la muerte, viven de otra forma en Dios, incluso considerando su silencio histórico. No todos los que ‘viven en Dios’ tienen devotos o son particularmente recordados”[3].

“[…] A unos cuantos integrantes de esta multitud compuesta por gentes de todas las razas, lenguas y naciones, se les conoce por su nombre más allá de su círculo inmediato. A la mayoría no”[4]. Participando de la vida divina nos traen la esperanza y alegría porque no estamos solos. En la santidad de ellos y en la que nosotros estamos llamados a vivir, se hace patente la presencia del Espíritu en la Iglesia y en el mundo. La Iglesia es una comunidad de pecadores redimidos, por eso podemos decir que en verdad es santa a la par que pecadora. La comunión está dada por la constante búsqueda de Dios y su misericordia en medio del pecado.

Son muchas las figuras paradigmáticas dentro de la gran nube de testigos del Señor. Éstas serían aquellas personas que, por su sorprendente testimonio encarnando los valores centrales del cristianismo, han sido reconocidas por la comunidad públicamente, destacándose. Son las que tradicionalmente llamamos “santos”. Pero cuando hablamos de comunión de los santos, nos referimos, en realidad, a santos en el sentido bíblico de la palabra, que tiene que ver con compartir las cosas santas, es decir, compartir el Espíritu que los convierte en comunidad de amigos del crucificado y resucitado Jesús, y convencidos de tener la responsabilidad de transmitir al mundo esta buena nueva.

La alianza con Dios generó en el pueblo judío la consciencia de ser constituido en pueblo santo de Dios, lo que no quiere decir ser moralmente perfecto, sino participar en la vida de Dios, hacerse partícipes de la vida del único santo[5]. Pues “La santidad no consiste en ser éticamente bueno sino más bien en el reconocimiento de nuestro desvalimiento y en la total entrega filial a Dios”[6], es el ponernos al servicio del Amor.

Todo cristiano está llamado a la santidad, puede ser santo y debe esforzarse por serlo. Los santos, tanto como nosotros, fueron limitados y débiles. Y nosotros, tanto como ellos, tenemos las mismas ayudas, gracias y sacramentos. El Evangelio nos enseña el camino. Las actitudes fundamentales del Reino, expresadas en las bienaventuranzas, son la fuerza por la que el Espíritu renueva la tierra en nosotros. La idea de que sólo algunos privilegiados pueden llegar a la santidad es tanto cómoda como triste. Pero principalmente es una idea equivocada, que en lugar de llevarnos hacia Dios, nos hunde en la chatura y el vacío. Pero hay una intuición del llamado de Dios en todo hombre y mujer que es muy profunda y es muy grande, y tiene que ver con lo que afirma Johnson:

“los santos no tienen que ser necesariamente personas que han encontrado a Dios; de hecho, es posible que tengan una profundísima experiencia de la ausencia de Dios. Sin embargo, tratan de caminar junto a otros manteniendo la fidelidad, incluso en la oscuridad, y sus corazones incansables no dejan de buscar”[7].

Quienes somos creyentes tenemos que sentirnos interpelados por esto, y volviéndonos hacia el Espíritu recobrar nuestra misión y el sentido de nuestra fe.


[1] Cfr., Elizabeth A. JOHNSON, Amigos de Dios y profetas. Una interpretación teológica feminista de la comunión de los santos, Herder, Barcelona, 2004, 296.

[2] Ibíd.

[3] I. GEBARA – M. C. BINGEMER, María, mujer profética. Ensayo teológico a partir de la mujer y de América Latina, Ediciones Paulinas, Madrid 1988, 30.

[4] Elizabeth A. JOHNSON, Amigos de Dios y profetas… 306.

[5] Cfr., Ibíd., 80.

[6] José KENTENICH, El sentido de la vida, Imprenta de los Buenos Aires, Buenos Aires, 1989, 11.

[7] Elizabeth A. JOHNSON, Amigos de Dios y profetas… 309.

 


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