Diálogo, obediencia y autoridad en la Iglesia

Diálogo, obediencia y autoridad en la Iglesia

Estos tres términos han jugado y juegan hoy un rol tan importante como resonante en el marco de las relaciones entre teología (o teologías) y magisterio. Y aunque a simple vista diálogo y obediencia pueden parecernos expresiones que representan situaciones contrapuestas, tienen en el fondo mucho en común, y en ello se encuentran cercanamente vinculadas por su referencia a la autoridad. El teólogo Wolfgang Beinert advierte que ambos son fenómenos comunicativos en dónde se establece una relación por lo general verbal en orden a una praxis: el asentimiento. “En el diálogo se asiente a la verdad; en la obediencia al mandato”.[1]

Es importante la aclaración que realiza el mismo autor en cuanto a que para que se dé el diálogo, siempre debe aparecer algo de obediencia en el momento de escuchar y aceptar el punto de vista ajeno (aún cuando éste no sea asumido como propio); y en la obediencia no puede faltar el momento dialogal, pues para lograr someterse a las disposiciones de otro o de una instancia o norma, este mandato debe ser libremente recibido y aceptado.[2] En este punto de tensión o polaridad es donde aparece, o debería situarse, la instancia de la autoridad. En relación a esta compleja relación no falta el surgimiento de protestas en diferentes círculos de la Iglesia, “[…] pues la jerarquía eclesiástica, por un lado se expresa incansablemente a favor del diálogo y, por otro, exige tenazmente la obediencia: obliga a obedecer su doctrina, en términos desconocidos hasta ahora y en materias comunes a todos los fieles”.[3]

Aunque la relación en forma de diálogo ya es presentada en el Antiguo Testamento en la Alianza que establece Dios con su pueblo, y es continuada en la estructura en forma dialogante de la misión de Jesús, el diálogo eclesial sólo es expresamente tematizado en la segunda mitad del siglo XX.[4] Al respecto el concilio Vaticano II hará esta importante declaración: “La verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona y su naturaleza social, es decir, mediante la libre investigación –ayudada por el magisterio o enseñanza- la comunicación y el diálogo […]”.[5] Como un signo de los tiempos, la palabra diálogo entra a formar parte de la terminología eclesial. Sin embargo cada vez que en los documentos papales y declaraciones de la Santa Sede se hace alusión al mismo, aparece como referencia inmediata la obediencia. Y en numerosas declaraciones y afirmaciones del mismo Juan Pablo II, décadas después del Vaticano II, se subraya la obediencia al magisterio universal de la Iglesia como la única instancia para interpretar la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición.[6]

Papa Francisco: En la Iglesia la única autoridad es el servicio y el único poder la cruz
Papa Francisco: En la Iglesia la única autoridad es el servicio y el único poder la cruz

¿Dónde queda el lugar de los teólogos y sus teologías? Ya que el magisterio se encuentra formado sólo por una porción muy pequeña y particular en su existencia y visión, pero sobre todo, poco representativa de la multiplicidad que integra la Iglesia, parece importante la escucha y  atención a  la teología que no es producida en Roma. ¿Qué es lo que ha provocado que en lugar de profundizarse el trabajo sobre el diálogo, tan acuciante en la vida actual de la Iglesia, se haya hecho hincapié más bien en la obediencia, y especialmente en ésta como aceptación sumisa y a veces hasta irracional? Sus causas son indudablemente diversas y numerosas. Aún así podríamos aventurar englobarlas en todo aquello que atañe a la modernidad.[7] Paul Tihon propone ciertas intuiciones como explicación a este problema. Una de ellas es que el cristianismo, especialmente el católico, se ha convertido en una especie de religión de occidente antiguo y medieval, desfasada en esta era del pluralismo en que vivimos. “A pesar de sus esfuerzos de adaptación al mundo actual, no ha conseguido inculturarse realmente ni en otras culturas ni en la modernidad”.[8]

La inculturación no ha sido un problema para el cristianismo en otras ocasiones. Tanto en el mundo greco-latino como en la Europa medieval se logró ampliamente, e incluso hasta hoy continuamos con una prolongación de este modelo que terminó encarnándose en la Iglesia de tal modo, que algunos parecen pensar que ya no sería ella misma sin él.[9] Pero se trata de una mentalidad muy particular y diferente de otras culturas, como ajena a la modernidad en la que debemos pararnos hoy como Iglesia. Sin embargo, -no es ninguna novedad, numerosos pensadores ha criticado esto-, “[…] desde la Ilustración nuestra Iglesia ha fracasado ante el desafío de la modernidad. Atacada por el racionalismo, consciente de los riesgos (reales) que corría, la Iglesia Católica se ha atrincherado en su pasado. […] De esta manera se cerraba a todo un conjunto de valores que habría podido ser considerados como frutos legítimos de la cultura cristiana”.[10]

Beinert afirma: “La terminología tradicional refleja la influencia del esquema familiar: la madre Iglesia y sus hijos; el santo Padre y los hijos separados que deben volver al seno de la Iglesia. La usan incluso los padres del Vaticano II (GS5 I).”[11] Si bien con la modernidad se impulsaron grandes valores como democracia, autonomía del individuo, igualdad entre sexos, entre muchos otros, tan presentes en el mensaje evangélico, aún no logran encontrar su lugar dentro del ámbito católico. Esto es así “[…] porque las estructuras heredadas del pasado son tales, que les es difícil adoptar una representación tan distinta del individuo y la sociedad.”[12]

Éste modo de pararse frente al mundo actual se manifiesta como ilegítimo. Nos hallamos ante un momento de la historia que rechaza fehacientemente el paradigma patriarcal. Junto a numerosas razones de orden histórico y cultural, nos encontramos con “[…] la creciente complejidad, en la actual búsqueda de la verdad y en la toma de decisiones. Nuestra generación –también la cristiana- es alérgica al sistema de superiores-inferiores y prefiere confiar en la propia conciencia como norma última y suprema de la actuación responsable, incluso respecto a las actuaciones de la Iglesia.”[13] Cuanto más fuerte se presenta esta consciencia, más profundiza el magisterio, como si aún no entendiera, la total obediencia a las declaraciones doctrinales, comenzada ya con el Syllabus (1864) de Pío IX, Humani generis, de Pío XII, recrudecida en el Código de derecho canónico (CIC). Y a pesar de que la constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II Lumen Gentium, intentó incorporar los puntos de vista de las nuevas reflexiones teológicas que venían gestándose, contribuyendo a la eclesiología de la communio, luego del mismo toda aquella renovación y empuje tan prometedores terminaron postergándose.[14]

Es inevitable notar la crudeza con que esta situación afecta la autoridad dentro de la Iglesia. Por un apego, muchas veces irracional, a la tradición y a algunas corrientes de la tradición en concreto (porque hay una serie de elecciones dentro del marco de la tradición a lo largo de la historia, ya que ésta no es una sola), se han postergado y hasta  bloqueado demandas como  una mayor participación de los laicos en las decisiones pastorales, y en general, medidas de concertación y democratización dentro de la estructura eclesial. En temas tan delicados como moral sexual o familiar, lugar de la mujer en el gobierno de la Iglesia, y el papel de los laicos en la vida eclesial, el magisterio, como autoridad no se abrió a un debate transparente, publicando documentos sin ninguna concertación con los interesados. Esto ha provocado no sólo indiferencia, sino también resistencia contra la mantención del statu quo alimentado de un discurso idealista y que poco tiene que ver con el mundo actual y la vida concreta de los creyentes.[15]

[1] BEINERT, Wolfgang, “Diálogo y obediencia en la Iglesia”, 61.
[2] Cfr., Ibíd., 61-62.
[3] Ibíd., 62.
[4] Pablo VI trata el tema en su encíclica Ecclesiam suam (1964). Cfr., Ibíd., 63.
[5] Dignitatis humanae nº3.
[6] Cfr., BEINERT, Wolfgang, “Diálogo y obediencia en la Iglesia”,  65.
[7] Entendiendo a ésta no sólo como modernidad en sentido estricto, sino también como contemporaneidad, y que plantea a la religión grandes desafíos e interrogantes hoy. “La razón ilustrada  que se configuró en sus inicios de manera reactiva ante el predominio “dictatorial” de la religión en la cultura, y que obtuvo como resultado una saludable depuración de los excesos de la religión, por otra parte se excedió ella misma en una visión unilateral y simplificadora de la realidad […], excluyendo de este modo el caudal simbólico de la fenomenología religiosa.” Sin embargo ahora, “[…] más consciente de la falibilidad de su saber, se reubica frente a la religión […]. La modernidad crítica de sí misma no asume que su hora se haya acabado, y pretende todavía tener algo que decir respecto de su crisis, de lo que de la herencia ilustrada puede rescatarse, y del papel que le cabe en ello a la religión.” BORGHI, Flavio, La religiosidad de la cultura postmoderna. Una lectura a partir de José María Mardones, EDUCC, Córdoba, 2006,  105-107.
[8] TIHON, S.J., Paul, “¿Creer gracias a la Iglesia? ¿Creer a pesar de la Iglesia?”. 166.
[9] “Esto es una evidencia, tanto por los que concierne a los contenidos de la fe, como en lo que atañen  a la disciplina, los ritos la jerarquía, así como el centralismo romano heredado de la historia. La doctrina oficial concerniente a la persona de Jesús, la de los cuatro primeros grandes concilios (Nicea, Éfeso, Calcedonia, Constantinopla), base del consenso ecuménico, está codificada con la ayuda de un aparato conceptual propio de los primeros siglos de nuestra era en el espacio mediterráneo”. Ibíd.
[10] Ibíd., 167.
[11] BEINERT, Wolfgang, “Diálogo y obediencia en la Iglesia”, 66-67. Si bien con la modernidad se impulsaron grandes valores como democracia, autonomía del individuo, igualdad entre sexos, tan presente en el mensaje evangélico
[12] TIHON, S.J., Paul, “¿Creer gracias a la Iglesia? ¿Creer a pesar de la Iglesia?”, 169.
[13] Ibíd., 67.
[14] Cfr., Ibíd. Quizás influyó el hecho de que en los documentos del concilio sólo se llegó a una formulación “de compromiso”, pues terminaron conviviendo dos modelos eclesiológicos diferentes: un modelo tradicional que identifica Iglesia y magisterio, y un modelo que entiende a la Iglesia como comunión o pueblo de dios, en donde se subraya no la unidad del magisterio, sino la unidad del pueblo de Dios, y teología y magisterio se relacionan mutuamente. Así la función o misión tanto de teología como de magisterio será en referencia al único pueblo de dios, y no a la identidad de cada una. Cfr., ANDRADE, Bárbara, Teologías y magisterio, en QUEZADA, Javier (Ed.), Desafíos del pluralismo a la unidad y catolicidad de la iglesia, Universidad Iberoamericana, A.C., México, 2002, 120.
[15] Cfr., DUQUOC, Christian, “Precariedad  institucional y Reino de Dios. Un ensayo eclesiológico”, 253-254.

 


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